microrrelato

Cobardes


cobarde

Fuente de la ilustración

Aparecen sigilosos a ladrar al amo, a lamerlo. Despedazan cristales y hojas de jardín con susurros sobre ellos y ellas. Siembran paraguas en el huerto. No sea que llueva y les coja frío en los tobillos. Desmontan las plumas delicadas de la colección del señor Dreifuss, eminente ornitólogo. Sin que él lo sepa. Las necesitan para tejer una sábana ligera con la que apenas taparse en las noches de verano. Si son descubiertos lloran, gritos de pobre alma mía, lágrimas y ronroneos. En cambio ocultan su cara blanda, de pastel poco cocido, bajo los paraguas sembrados. Evitan mirar al señor Dreifuss, a ellos y a ellas. Excavan refugios junto a los topos. Luego sonríen, ya curados de humedad y cieno. Reptiles de un zoo antiguo. Siguen buscando zapatos para disimular que no tienen pies. A cambio poseen nidos de insectos bajo la lengua. Por qué tantos entre los poderosos. Por qué aún más entre los serviles.

-AGC-

Guerra y pan

09

Ilustración de Laura Garrido

Jeremy había dejado de llorar. No eran lágrimas ya. Sólo unos brotes de humedad en las mejillas. Llorar a los 45 es un gesto noble, pensó. Los ojos quedan regados, el agua nos pertenece. La escopeta aún le transmitía calor, pegada a su regazo como un animal desvalido. Volvió a disparar y en un toque de buena puntería el coronel Ford cayó al suelo. Sus huesos macizos, cartílagos y vísceras, colgaban ahora en péndulo sobre el hombro de Jeremy.

El camino se le hizo largo. Barro y soldados muertos. Lombrices de tierra y babosas manchadas de sangre en los labios morados del coronel Ford. La boca entreabierta. Silencio y ausencia de latidos.

Unas horas a paso constante y Jeremy avistó su casa y las zancadas de los niños a su encuentro. Pequeños, despeinados, con mocos y manchas de resina, pies ennegrecidos por la falta de zapatos. Tardaron un instante en preparar la lumbre. Sonreían, aliviados.

 Los primeros bocados resultaron insípidos y demasiado duros. Jeremy hurgó entonces entre las costillas del coronel y doró la carne a la lumbre por ambos lados. Los niños masticaron el filete con desconsuelo. Mucho mejor, pensaron, el estómago queda saciado, el pan nos pertenece.

-AGC-

Con este relato  he participado en el certamen de relato corto «esta noche te cuento»

Fragmentabilidad

La media luna en el cielo de  Liebensburg parece un queso de plástico. Es una lástima que las luces de la ciudad irradien el cielo hasta hacer invisibles tantas constelaciones. Estoy contenta. El profesor Andermann me ha felicitado por mi trabajo sobre la fragmentabilidad de las estrellas y me ha invitado a visitar el telescopio. Cientos de escaleras de caracol hasta llegar al enorme objetivo de metacrilato. Tras cada escalón no puedo evitar mirar hacia atrás y hacia los lados. Hay incontables ventanas dispuestas al azar en las paredes del edificio. También pájaros con hollín en las alas que chocan contra los cristales. Al alcanzar el cuartillo de observación, Andermann presiona una palanca azulada y se abre una escotilla en el techo. Una corriente de aire trae plumas tiznadas de palomas y un montón de mariposas. Me sorprendo. Las mariposas me asustan un poco. Son de color naranja. “Allí”, señala Andermann. Miro hacia la escotadura en el techo. Los ojos me lloran por las briznas que traen los animales voladores. “Las estrellas”, dice, “fragmentadas”. Me esfuerzo en mirarlas, no sé por qué no usamos el telescopio. Vienen una tras otra a una gran velocidad, cada vez más cerca, brillantes y afiladas, no sabía que podían matar como cuchillos. La muerte a través de los ojos no era una experiencia de la cual hubiera oído hablar. Ya sin vida, hecha un caracol en el suelo, tengo estrellas puntiagudas colgando de los párpados. Andermann extrae cada fragmento incrustado, incluso los de las pestañas, y los introduce en un matraz de Erlenmeyer. Se apresura a dejar el observatorio y al marchar con esas prisas, se le acentúa más la chepa. Cuando ya no está, todas las mariposas anaranjadas vienen a posarse en mis ojos.

-AGC-

Leer es algo extraño, digno de seres mutantes

Tenía cuatro años y me guardaba un libro de cuentos a escondidas en la mochila del colegio. Mi madre me hacía dos coletas y un bocadillo de jamón dulce y queso, con pan de Viena, la miga muy blanca. Era fácil escurrirse debajo de la mesa de parvulitos, una mesa roja en forma de hexágono, allí debajo se formaba un espacio de escafandra Jacques Cousteau bordeada por los piecitos de los compañeros. Era un lugar digno de invisibles. La bola de plástico en la que los hámsters caseros ruedan y descubren rincones poco conocidos, las patas traseras del sofá, la parte interior de los visillos de una mesa, el escondite donde no miraba la profesora. Porque a los cuatro años yo no tenía que leer un libro de cuentos, tenía que aprender la cartilla de color azul, mi mama me mima. Y ya se lo había dicho ella a mi madre, que desconocía que yo llevara libros extraños en la mochila, y cada mañana me hacia las coletas y me ponía colonia en el pelo.

leer es algoextraño

Un día de noviembre

un dia de noviembre

Tomé un año sabático y me dejé llevar por la literatura, la música, el pensamiento. El abandono fue verdadero y diario hasta notar que cada vez me quedaba menos cuerpo, los brazos se me hacían pequeños, también la nariz y el cuello. Pero no podía detenerme. La piel me desaparecía de los dedos y quedaba incrustada en las hojas de los libros que me obsesionaban. Un día encontré un trozo de grasa subcutánea en la contraportada de una novela de Carver. Otro día, como quien no quiere la cosa, era mi válvula mitral -y a resultas un latir atolondrado del corazón-, la que hacía de punto de libro en la biografía de Ghandi. Vivía mi disolución de un modo placentero incluso cuando me perdía en mi propia ropa: quedé reducida al tamaño de un pequeño insecto bajo la bata de guatiné. Luego llegó la huida de algunos átomos de mis ojos. Se desprendían cuando miraba las partituras de Leo Brouwer y la guitarra en la que ensayaba los estudios sencillos y un día de noviembre. Era muy fácil avanzar en el mundo de lo infinitamente pequeño. Las fibras de papel y de madera olían a eucaliptus y hacían de tobogán al exterior. De entre los muchos caminos escogí volar junto a las gotas de lluvia.

 

Azul

Azul

La radio y música acuática, un cuento explicado por alguien con voz quebrada. En el cuento aparece un detective que persigue un globo en una casa deshabitada. Es un globo azul, como el azul de los geles de afeitar. El globo flota hasta el techo y es difícil de atrapar, se esconde en la parte de arriba de los armarios, en los espacios perdidos entre los estantes. El detective utiliza una escalera portátil, lo toca pero resbala, no es ovalado,  tiene piecitos como las amebas, salta y casi lo rasga con la uña del índice, pretende atraparlo con el hueco del sombrero. Inútil, se escapa, se hace más pequeño o se hincha. Y en medio de la actividad detectivesca, -tan imposible como generadora de calor-, suena el timbre de la puerta y el detective, que ha dejado el sombrero y la gabardina en el suelo, la abre y se queda mirando a la mujer que acaba de llamar. “Disculpe”, le dice ella, “había olvidado algo”, continúa. La mujer tiene la piel algo azul y es alargada, los dedos parecen cilindros y tiene pómulos y barbilla de etrusca, avanza despacio hacia el armario donde se alojó el globo y se pone de puntillas, extiende el brazo y el globo resbala como si conociera el camino, pasa ligero por sus manos y discurre veloz hasta instalarse en el pecho. La mujer de piel azul, ya recompuesta, se gira y dice adiós al detective, cierra la puerta y se va. El detective retoma el sombrero y la gabardina, se los pone a marchas forzadas, sin ninguna delicadeza, tal vez porque en realidad los siente como accesorios extraños, ya ha visto la facilidad con que se colocan las cosas cuando de verdad pertenecen, y es entonces cuando nota que el sombrero de fieltro huele a rancio y que hace tiempo que no lleva la gabardina a la tintorería.

-AGC-

Sabático

Los días que iniciaron mi año sabático fueron tentativas de abordar todo aquel tiempo que aparecía ante mí como un inmenso regalo. Solía levantarme pronto para sentarme en la terraza a escribir. Comenzaba acompañada de música de Charlie Parker. No ha habido mejor talento en el jazz. Sus improvisaciones me llevaban a bucles y espirales curiosas por las que arrastrar los relatos. La brisa de las primeras horas de la mañana aún estaba perfumada del jazmín que se imponía durante la noche. A veces me distraía y no podía seguir el hilo de las historias. Entonces contemplaba los jardines que rodean la terraza y comenzaba algún dibujo que luego continuaba en las clases que compartía con Billy en la Academia.

Yo no era buena dibujando pero sentía curiosidad por explorar cómo se puede transformar una idea o una emoción en un paisaje. Me gustaba recorrer ese camino. Reconozco que era muy torpe, pero necesitaba ensayar. La primera técnica que nos enseñaron fue el dibujo con lápiz. Como a los niños. Empezar por lo más sencillo me reconfortaba y decidí que me estrenaría esbozando siluetas. Pedí permiso a Billy para trazar su perfil mientras él mismo dibujaba sus cosas.

foto edu y julia

Canícula

Calima

El calor era agónico. La gente paseaba con gran lentitud por las calles buscando sombras y plazas con fuentes. Era difícil seguir adelante. No sólo era el bochorno que irradiaba el pavimento. También era la lluvia de mensajes depresivos. Bajadas de sueldo, desmoronamiento de logros sociales conseguidos en los últimos cuarenta años. ¿Y tú cómo luchaste contra eso, mamá? Me preguntarían mis hijas.

Sólo podía percibir una bola de materiales incandescentes. Elementos pesados que se depositaban en estratos según su masa y ejercían un aplastamiento doloroso. Las hienas y otros bichos sin escrúpulos se afanaban en tejer una red de pesadumbres en forma de capas de cebolla. ¿Y tú qué hiciste entonces?

Dejé que los lastres más pesados y las bolas de calima fueran hundiéndose hacia el interior de la protoTierra. Las hienas y sus acólitos fundían las rocas y consumían el magma. ¿Y tú qué hiciste? Volverían a preguntar las niñas.

Construí un globo aerostático, una bolsa que encerraba una masa de gas más ligera que el aire. Diseñé una cesta lo suficientemente grande como para transportar a mis hijas, al resto de la familia y a todos los amigos a los que tuve la oportunidad de localizar. El globo se dejó llevar. Una atmósfera oxigenada nos hizo sentir livianos. Alcanzamos los cincuenta mil pies de altura. Luego, sin poderlo evitar, un descenso lento y oscilante, como una flor de diente de león.

¿Y por qué regresamos, mamá?

Era el aire caliente, poco denso y menudo, el que nos hacía volar.

All the things you are

piscina

Entramos en casa después de nadar. Nunca habíamos nadado hasta casi la media noche. La piscina estaba iluminada con focos redondos en su interior. Era difícil sortear las líneas amarillas que se cruzaban en todas las direcciones, luces impetuosas como los ojos de una muñeca galáctica. Los trajes de baño se veían fosforescentes. También nuestros dientes alineados. ¿Y si pudiéramos cambiar la forma de nuestras emociones? Sería cuestión de trazar un camino. Una línea virtuosa que conectara nuestros deseos y nuestra manera de hacer. Una performance basada en los movimientos libres del nadador. Todo se puede conseguir uniendo pasión y plasticidad. Tras despojarnos de los bañadores mojados, nos servimos un Manhattan y cenamos en la terraza. Hablamos de cosas variadas. Movíamos nuestros ojos y nuestras manos en infinitas direcciones, imitando a delfines escurridizos que trazan figuras sobre una bahía. Y así, al hablar y gesticular, explicábamos todas las cosas que somos.

Agujeros

Agujero negro

Sólo dormí tres horas y ahora tengo ojos de rana. Bulbosos y verdes. Una pupila ligeramente más elevada que la otra. Si algo he aprendido con el programa de televisión de Carl Sagan es que existen los agujeros. He de confesar que la sonrisa de Carl y su traje cobalto con cinturón ajustado me producían acidez de estómago. En cambio, el tema de los agujeros me resultaba muy atractivo. Creía en ellos. Confiaba en la existencia real de esos agujeros que se escapan a nuestro entendimiento (no tenemos los ojos hechos para verlos). Y desde entonces los he buscado con insistencia. He volcado horas intentando concentrar la luz con los pequeños flexos de mi habitación. He fabricado un balón de papel, una esfera frágil de papel de seda, que deja entrar toda la luz de las bombillas sin permitir que salga ni una sola radiación. Y creo entender que finalmente se ha formado un agujero de tiempo. La luz se apaga atrapada en su propia gravedad. Aparece un túnel opaco en el que permanezco mucho rato. Es difícil de calcular cuánto. Sólo sé que Eric duerme toda la noche (con esa calma que tiene su respiración al dormir), se levanta y se humedece los párpados y su barba recién brotada, lo hace llenándose las manos de agua del grifo y con suaves toques en las mejillas, prepara una cafetera que hace ruido de tren, y yo permanezco en mi túnel, escribiendo, sin parar.

http://vimeo.com/37241531