Nos activamos por la música. Rampas y pequeñas descargas nerviosas. Una emoción intensa. Me reconozco en esas sensaciones. Los días en casa. Mi padre se aislaba en su sofá. Los cascos amoldados a las orejas, y cantaba, cantaba, la música te transporta, decía. Era inmensamente feliz. Éramos inmensamente felices. Cada viernes compraba un single en la tienda de discos. El último que estaba de moda. En mi cabeza fui haciendo una pequeña colección memorística de las cubiertas en blanco y negro o en colores mate. Conocía cantantes, conjuntos pop con pantalones de campana. Sentados en nuestra pequeña salita, la salita de un piso del suburbio barcelonés de apenas sesenta metros cuadrados, nos movíamos al ritmo de la música a la vez que sonreíamos y hacíamos un aperitivo de olivas y patatas chips, miraba a mi padre, con su mirada franca y esos ojazos de hombre bueno. Las canciones que más le gustaban las ponía una y otra vez. Como “The year of the cat” o “Eye in the sky”. A mí me gustaba volver a oírlas, anticipar los altos y bajos de la melodía, el piano, la guitarra, cerrar los ojos y soñar , saber que mi padre y toda la estampa de mi familia en nuestra pequeña casa estaría siempre conmigo. Inmutable a pesar del tiempo. Nuestra pequeña caverna llena de sentimientos como fuentes, sonidos preciosos para no perderme en esta inmensa montaña.
-AGC-